Estamos ante una de las obras clave dentro de la intensa y emocionante filmografía de Alfred Hitchkock, el genio del suspense. En este caso parece que estemos asistiendo a una representación teatral porque toda la película se desarrolla en un pequeño salón con vistas a la ciudad de Nueva York. Este recurso multiplica la emoción que la historia ofrece al espectador, una historia enferma, un primer shock nos aguarda. Porque cuando la cámara penetra en la estancia después de un breve travelling desde una calle neoyorkina dos jóvenes acaban de estrangular con una cuerda, con la soga, a otro que conocían previamente (no desvelamos nada con esto). De hecho acaban de asesinar a uno de los invitados a su macabra fiesta, al que habían citado con antelación. Una fiesta de la que solo ellos conocen su verdadero significado. Brandon y Philip han llevado a término, como habían planeado y teorizado desde mucho tiempo atrás, el crimen perfecto, con el solo propósito de la satisfacción de perpetrar el crimen por el crimen, sin ningún otro móvil. Intentan poner en práctica eso que el ensayista británico Thomas de Quincey en su asesinato como una de las bellas artes proponía con sorna. Y así lo dispone Brandon, auténtico cerebro de la maquiavélica idea. Philip solo es su comparsa, un ser que para su amigo Brandon no deja de ser un mediocre al que convenientemente ha manipulado para ejecutar su diabólico plan. La idea de perpetrar un asesinato por el placer de hacerlo y porque ellos son "hombres superiores" y que, por tanto, tienen derecho a quitar la vida a un mediocre mortal está presente en la ideología de Brandon.
Además todo puede resultar todavía más apetitoso si el asesinado es uno de los invitados a la fiesta. Si encima esconden el cuerpo en un arcón antiguo en el que suelen guardar libros y, en un arrebato de genialidad, Brandon dispone que el refrigerio se sirva encima del mismo, el acto de asesinar se convierte en un placer. Nuestro protagonista se cree por encima del bien y del mal, piensa con clarividencia que es un superhombre, en la acepción nietzscheana del concepto. El espectador, por tanto, sabe ya quienes son los asesinos, su motivación, su móvil. Lo interesante de la película es cómo, durante el desarrollo de la fiesta, esa a la que jamás parece llegar David Kentley pero en la que su cadáver yace en el arcón, se suceden una serie de escenas y situaciones que llevan a los asesinos a ser devorados por el monstruo de la culpa, encarnada en su profesor de criminalística, Rupert Cadell, el invitado estrella y con el que pretenden jugar al gato y al ratón, poniendo en evidencia que el crimen perfecto existe, contradiciendo sus tesis más académicas. A partir de ahí el desenlace será el previsto y anunciado por las sospechas que el docto profesor, interpretado de manera magistral por James Stewart, va recabando conforme transcurre la fiesta en ese maravilloso ático neoyorquino.



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