viernes, 6 de diciembre de 2013

LA SOGA (1948)

  Estamos ante una de las obras clave dentro de la intensa y emocionante filmografía de Alfred Hitchkock, el genio del suspense. En este caso parece que estemos asistiendo a una representación teatral porque toda la película se desarrolla en un pequeño salón con vistas a la ciudad de Nueva York. Este recurso multiplica la emoción que la historia ofrece al espectador, una historia enferma, un primer shock nos aguarda. Porque cuando la cámara penetra en la estancia después de un breve travelling desde una calle neoyorkina dos jóvenes acaban de estrangular con una cuerda, con la soga, a otro que conocían previamente (no desvelamos nada con esto). De hecho acaban de asesinar a uno de los invitados a su macabra fiesta, al que habían citado con antelación. Una fiesta de la que solo ellos conocen su verdadero significado.  Brandon y Philip han llevado a término, como habían planeado y teorizado desde mucho tiempo atrás, el crimen perfecto, con el solo propósito de la satisfacción de perpetrar el crimen por el crimen, sin ningún otro móvil.  Intentan poner en práctica eso que el ensayista británico  Thomas de Quincey  en su  asesinato como una de las bellas artes proponía con sorna. Y así lo dispone Brandon, auténtico cerebro de la maquiavélica idea. Philip solo es su comparsa, un ser que para su amigo Brandon no deja de ser un mediocre al que convenientemente ha manipulado para ejecutar su diabólico plan. La idea de perpetrar un asesinato por el placer de hacerlo y porque ellos son "hombres superiores" y que, por tanto, tienen derecho a quitar la vida a un mediocre mortal está presente en la ideología de Brandon.

  
Además todo puede resultar todavía más apetitoso si el asesinado es uno de los invitados a la fiesta. Si encima esconden el cuerpo en un arcón antiguo en el que suelen guardar libros y, en un arrebato de genialidad, Brandon dispone que el refrigerio se sirva encima del mismo, el acto de asesinar se convierte en un placer. Nuestro protagonista se cree por encima del bien y del mal, piensa con clarividencia que es un superhombre, en la acepción nietzscheana del concepto.  El espectador, por tanto, sabe ya quienes son los asesinos, su motivación, su móvil. Lo interesante de la película es cómo, durante el desarrollo de la fiesta, esa a la que jamás parece llegar  David Kentley pero en la que su cadáver yace en el arcón, se suceden una serie de escenas y situaciones que llevan a los asesinos a ser devorados por el monstruo de la culpa, encarnada en su profesor de criminalística, Rupert Cadell, el invitado estrella y con el que pretenden jugar al gato y al ratón, poniendo en evidencia que el crimen perfecto existe, contradiciendo sus tesis más académicas. A partir de ahí el desenlace será el previsto y anunciado por las sospechas que el docto profesor, interpretado de manera magistral por James Stewart, va recabando conforme transcurre la fiesta en ese maravilloso ático neoyorquino.

   El guión es una auténtica joya. Consigue establecer una estructura narrativa de una única escena, de 80 minutos de duración, en la que suceden todos los hechos ya reseñados. Está basado en una obra de teatro que se insira en un caso real de homicidio acaecido en los años 20 y está escrito por Hume Cronyn.  Por ese aspecto teatral que mantiene al espectador dentro del habitáculo del apartamento todo se centra en la actuación de los actores como si estuviésemos viendo la escena de un teatro. Lucen y brillan especialmente James Stewart en su papel del profesor Rupert Cadell y John Dall que representa fielmente ese personaje perverso e infinitamente inteligente, dandy, guapo y con buena posición social. 

   Una escenografía teatral, un salón del ático con magníficas vistas al skyline neoyorquino que nos ofrece un único punto de fuga, unas vistas obviamente fingidas y que parecen estar ahí, mirando, cual voyeur que, impenitente, observa sabedor del enigma, el desarrollo de los acontecimientos. Nueva York observa, mira la escena y nos mira contínuamente a  nosotros, espectadores. Magnífico recurso visual que acentúa la sensación que Hitchkock quiere provocar en el espectador desde el principio: la ansiedad, el sobresalto continuo, sobre todo cuando los asistentes son invitados a comer el refrigerio encima del arcón que es ya un ataúd.

  La cámara nos acerca cada vez más al arcón, que es uno de los objetos fetiche que elige en esta ocasión el director para que el espectador dirija su atención hacia él, igual que utiliza otros elementos icónicos como la cuerda o las velas encima. Un éxtasis de paroxismo nos sacude cuando llega ese momento en el que la empleada del hogar se dispone a quitar el mantel y abrir el arcón para colocar los libros. Sin embargo, Philip, en un arranque de genialidad consigue evitar el desbaratamiento de su diabólico plan. Hitchcock juega con nosotros al gato y al ratón. El director nos demuestra en esta película como la maldad del ser humano puede llegar a ser infinita y que la mejor educación no es óbice para evitarla: los asesinos dialogando amigablemente con el padre de la persona que acaban de asesinar, la sangre fría de Brandon y las dudas de Philip, al que corroe la culpa.   

La música de L.F. Forbstein prácticamente pasa desapercibida en esta primera película en color del maestro británico. Se limita a acrecentar en momentos puntuales el suspense con el añadido de la música de piano de Poulenc que interpreta uno de los asesinos, Philip. En definitiva, una película que queda indeleble en nuestro recuerdo, una de las grandes de Hitchcok, de esas que solo el maestro británico sabía elaborar con gran virtuosismo. Intensa y enferma.

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