martes, 21 de julio de 2015

Los niños de San Judas ( 2003)

    Muros, siempre los malditos muros. La sinrazón, la barbarie, la intolerancia van siempre acompañadas de muros, de silencio, de vergüenza, físicos y reales muchas veces. Los desheredados, los delincuentes, los pobres y los huérfanos, los ladronzuelos, en definitiva, los que no han tenido suerte en la vida, esos niños que acaban siendo números en un reformatorio. En nuestro caso nos situamos históricamente en la Irlanda anterior al inicio de la II Guerra Mundial, en una especie de orfanato liderado de manera férrea por unos religiosos católicos que, iremos descubriendo después, en muy poco guardan parecido con las ideas de aquel carpintero de Judea al que sin embargo idolatran.  San Judas, donde la disciplina es absolutamente despiadada para con unas criaturas que no tienen culpa de haber dado con sus huesos en aquella cárcel.


 Esta es una historia dura, terrible, que te deja noqueado en el sofá, sin poder articular palabra. Y a poco que nos introduzcamos en la historia posiblemente nos consiga sacar alguna que otra lágrima en su escena final, llena de ternura y humanidad. Porque dentro de la sinrazón, está la esperanza en forma de clase, de escuela, de educación y de ternura y vocación por enseñar. Como decimos toda la historia que vemos ocurre en el reformatorio irlandés de San Judas.

   Todo está revestido de catolicismo y de supuesta piedad pero es pura fachada. Entonces llega el joven profesor William Franklin ( Aidan Quinn) que no hace mucho ha luchado en la Guerra Civil Española contra el fascismo y lo ha perdido todo, incluido al amor de su vida. Veremos flash-backs en los que se narrará brevemente esta historia. Pero ahora tendrá que continuar su lucha. 


En esa especie de cárcel canalizará su vocación como profesor educando en el  mejor sentido de la palabra a pobres niños olvidados de la mano de Dios (nunca mejor dicho), analfabetos y en un estado de embrutecimiento atroz. Franklin no ha dejado de ser un idealista y regala libros a los chavales que en principio rechazan pero que acaban aismilando en su día a día como escuela para la vida. La poesía, la literatura, la vida. Sus métodos no gustarán al cruel y despiadado hermano John (Iain Glen) que pronto observa en el maestro a un temible enemigo.

    Franklin, que lo ha perdido todo, incluidos sus ideales de libertad y democracia, librará una terrible lucha contra los métodos totalitarios del hermano rector que, sin ser el director del centro, impone su dictadura en la sombra. Su mundo ya no es el Madrid libertario que ha sido derrotado por el fascismo, sino un reducido espacio, una cárcel de niños olvidados y deshumanizados en la que tratará con sus escasas fuerzas de rescatarlos y regresarlos a la vida que algún día, cuando sean mayores tendrán que vivir.



  En el patio hay un pequeño muro divisorio de un metro de altura que no impide ver desde cada uno de los sectores que divide la otra parte. Niños mayores y niños pequeños. El hermano John amenaza: si alguien toca ese muro, esa pared se verá sometido al más cruel de los castigos. Sorprende la falta de humanidad de este religioso, su intolerancia y su rencor, un odio hacia los niños revestido de una beatería propia de este tipo de individuos. Es sintomático de lo que está pasando en Europa en esos mismos momentos: Hitler ha invadido Polonia, Gran Bretaña declara la guerra a Alemania.  A los malos tratos (una omnipresente correa dura con la que atiza hasta la extenuación a los desvalidos chavales) hay que sumar los abusos sexuales del hermano Mac (Marc Warren), conocidos por su superior y convenientemente ocultados. Hay que decir que hay una escena absolutamente prescindible en esta película por lo explícito de su contenido, dura, cruel y atroz que no aporta nada al desarrollo de la historia.