miércoles, 4 de septiembre de 2013

Siete mesas de billar francés (2007)


   Película de carambolas sentimentales con una bárbara, como casi siempre (es mi perdición) Maribel Verdú, !!ay, Maribel¡¡. ¿Cómo decir algo negativo de ti?. Soberbia como siempre, es el eje, el motor, la clave de bóveda de esta especie de comedia bufa de lo grotesco con salón de billar de por medio. Porque es un dramón, pero es una comedia del absurdo de gran parte de los protagonistas, sus  papeles y su disparatada conexión con un padre que nunca vemos ( solo en un cuadro que siempre hay que enderezar) que acaba de morir, dejando a una novia poco creíble, un personaje atávico, antipático a más no poder que borda la dignísima Blanca Portillo con su cara de cartón siempre propicia para estos papeles funestos de amargura. Ella es Charo, mujer-amante de Leo, el padre de Ángela-Maribel, que nada más llegar a Madrid a conocer de la enfermedad paterna se entera de su fallecimiento. Ella es una madre coraje, puesto que cargada con su hijo Guillermo, abandonada por su marido, un policía corrupto que tiene un hijo ilegítimo del que ella desconocía, tiene que superar todas las adversidades sola, en Madrid, en un barrio del extrarradio feo y sucio sin apenas ayudas.

  
   En la capital española deberá levantar un negocio que se está yendo a pique, una sala de billares, las siete mesas. Decide reunir al equipo que capitaneaba su padre, compuesto de unos personajes avejentados y maniáticos para que compitan en la liga de billar como antes. Necesitan un sustituto que será un jovenzuelo pintor de brocha gorda, mujeriego y bribón bien interpretado por Raúl Arévalo. Los otros cuatro son también conocidos actores secundarios de nuestra filmografía, quizás menos conocido Jesús Castejón, que hasta cantante de zarzuelas ha sido. Este es el que se pasa toda la película tirándole los tejos infructuosamente a Charo que siempre lo ignora en sus pretensiones. Los otros dos, un siempre estupendo Ramón Barea y un inquietante y simpático Enrique Villén, que encaja en su papel siempre marcado por su ojo extraviado.

   La película narra la vida dificultosa de gente corriente, que nunca saldrá de su agujero, que siempre tendrá que bregar con la época, el país y la sociedad que le ha tocado vivir. Gente corriente y sencilla, que luchará siempre por la dignidad de sus vidas y de sus familias, en una ciudad magníficamente retratada, triste, gris, sin alma  ni corazón que más parece una traba en el camino de sus vidas.

   Hay aspectos de este magnífico guión coescrito por la directora Gracia Querejeta que parecen no encajar. Desde luego el papel del marido huído de la policía por corrupto, el que tiene un hijo secreto,el que intenta recuperar a su mujer presentándose en Madrid, un papel sin mucho fuste interpretado por Jose Luis García Pérez, el simpre recordado homosexual de "Cachorro" no acaba de tener mucho sentido. Aparece y desaparece fugazmente como una bólido espacial. El papel del niño, que configura una parte de lo que más detesto en el cine que es el género de "película con niño". No es que esté mal, es que es un incordio contínuo con su actitud reiterativa. 

    Si es cierto que hay otros aspectos maravillosos, yo diría que "mágicos" en el guión, como el agujero en el techo que permite ver desde el piso de arriba, donde viven, la mesa de billar, como si de un catalejo se tratara o la apasionada historia de amor del pintor suburbial y la asistenta, ayudante inmigrante casada al que el marido deja en la estacada también. El papel de la madre de Charo, una estupenda y quejica Amparo Baró con su repetitivo ¿para qué vale un viejo? es también muy destacable. La estupenda y divertida escena de la cena en el chino, por invitación tardía del difunto, graciosísima. Estas pequeñas cosas, reunidas por Querejeta, consiguen aliñar una ensalada revuelta que deja un buen sabor de boca al final de la comida. Aunque hay aspectos mejorables la directora vasca consigue redondear un sólido trabajo. Logra el difícil propósito de extraer lo mejor del elenco que participa en la película.

  Pero, desde luego, si algo hay que destacar en la película es la interpetración del duo protagonista. Sencillamente sublime Maribel Verdú, como ya señalé al principio, con sus arranques pasionales, sus pausas, sus silencios, sus corajes: una interpretación completísima. Y una Blanca Portillo también en estado de gracia, terrible, feroz, implacable, deliciosa en definitiva. Todo ello aderezado con una bonita banda sonora, delicada y emotiva del francés Pascal Gaigne que sirve de perfecto y digno fluído por el que discurre el metraje. Una película interesante, divertida y un poco alocada, por momentos hasta difícil de digerir pero, sin duda, recomendable.


 
 
 

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