Un cúmulo de sensaciones y emociones arrebatadoras y perturbadoras se asientan en aquel espectador que tenga un mínimo de sensibilidad después de visionar esta obra de arte. Podemos poner todos los reparos que queramos, que si esnobismo, que artificiosos alardes poéticos, que si pedantería intelectualoide, engaños argumentales o tomaduras de pelo. Pero esto es cine señores y de muchos quilates, cine con mayúsculas porque todo eso también es cine.
Reconozcámoslo, Médem lleva a cabo una de sus más geniales creaciones. Consigue atrapar con ese cine circular y simbolista, lleno de imágenes sugerentes y evocadoras de una belleza deslumbrante. Es de esas películas que, después de ser vista, se estanca en nuestra imaginario durante mucho tiempo porque es una película capicúa, como no se cansan de repetir sus dos protagonistas esenciales, Otto ( Fele Martínez) y Ana ( Nawja Nimri), es decir, es una película que puede ser vista de principio a fin al igual que desde el final al principio: inicio y fin son el mismo, los impresionantes ojos de Ana en los cuales se refleja el rostro compungido de Otto dan inicio y final a esta extraordinaria historia de amor. Médem busca eso precisamente, jugar con el espectador creando un conjunto de símbolos que se repiten y giran contínuamente alrededor de él.
Sin embargo lo que Médem quiere contarnos es una historia de amor poco convencional, la de dos chiquillos casi adolescentes que, por las casualidades del destino ( algo que a su autor tanto gusta representar) se encuentran en un colegio religioso de EGB en los primeros ochenta, en donde separan a niños de niñas. Allí se enamoran profundamente y por esos azares de la vida acaban viviendo juntos como hermanastros: la madre de Ana, viuda, se enamora del padre de Otto, separado. Aunque al principio Otto y Ana, Ana y Otto viven cada uno con sus madres, es Otto el que da el paso de estar mucho más cerca de Ana, yéndose a vivir con su padre y dejando a su madre sola, algo que después tendrá terribles consecuencias y que darán un nuevo salto mortal en la historia.
Mucho de lo que nos impacta es que nadie conoce el amor de estos dos adolescentes hermanastros, el secretismo con el que llevan su amor, en una sociedad todavía arcaizante, llena de prejuicios morales. Pero ellos siguen adelante porque su amor está por encima de todo lo comprensible a pesar de que la vida los separará irremediablemente y los volverá a unir en el círculo polar, en una Laponia en la que ambos habían soñado años antes como si de un juego se tratase y que en realidad acabará resultando ser el momento final de su eterna unidad.


Porque Ana resulta fría al iniciar una relación con un profesor que le saca media vida e igualmente al romperla y viajar a Finlandia en busca del amor que ambos se prometieron. También Otto resulta inquietantemente gélido en su aventura aeronaútica, ya anunciada ( un tanto pedantemente) en el bombardeo de avioncitos de su adolescencia. Parecen seres oblícuos, que poco tienen que decirse y, sin embargo, en todo momento, se mantiene el amor apasionado que solo se verá truncado en ese final que nos acongoja por su dramatismo pero que, al mismo tiempo, esperamos desde el principio. Un final amargo y dulce al mismo tiempo, un accidente de circulación en el preciso momento en el que ambos se unen y una pupila dilatada que indica el último estertor de Ana viendo a Otto a su lado, una muerte dulce.

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