lunes, 24 de junio de 2013

LOS AMANTES DEL CÍRCULO POLAR (1998)

  Un cúmulo de sensaciones y emociones arrebatadoras y perturbadoras se asientan en aquel espectador que tenga un mínimo de sensibilidad después de visionar esta obra de arte. Podemos poner todos los reparos que queramos, que si esnobismo, que artificiosos alardes poéticos, que si pedantería intelectualoide, engaños argumentales o tomaduras de pelo. Pero esto es cine señores y de muchos quilates, cine con mayúsculas porque todo eso también es cine.

  Reconozcámoslo, Médem lleva a cabo una de  sus más geniales creaciones. Consigue atrapar con ese cine circular y simbolista, lleno de imágenes sugerentes y evocadoras de una belleza deslumbrante. Es de esas películas que, después de ser vista, se estanca en nuestra imaginario durante mucho tiempo porque es una película capicúa, como no se cansan de repetir sus dos protagonistas esenciales, Otto ( Fele Martínez) y Ana ( Nawja Nimri), es decir, es una película que puede ser vista de principio a fin al igual que desde el final al principio: inicio y fin son el mismo, los impresionantes ojos de Ana en los cuales se refleja el rostro compungido de Otto dan inicio y final a esta extraordinaria historia de amor. Médem busca eso precisamente, jugar con el espectador creando un conjunto de símbolos que se repiten y giran contínuamente alrededor de él.
  Sin embargo lo que Médem quiere contarnos es una historia de amor poco convencional, la de dos chiquillos casi adolescentes que, por las casualidades del destino ( algo que a su autor tanto gusta representar) se encuentran en un colegio religioso de EGB en los primeros ochenta, en donde separan a niños de niñas. Allí se enamoran profundamente y por esos azares de la vida acaban viviendo juntos como hermanastros: la madre de Ana, viuda, se enamora del padre de Otto, separado. Aunque al principio Otto y Ana, Ana y Otto viven cada uno con sus madres, es Otto el que da el paso de estar mucho más cerca de Ana, yéndose a vivir con su padre y dejando a su madre sola, algo que después tendrá terribles consecuencias y que darán un nuevo salto mortal en la historia.

   Mucho de lo que nos impacta es que nadie conoce el amor de estos dos adolescentes hermanastros, el secretismo con el que llevan su amor, en una sociedad todavía arcaizante, llena de prejuicios morales. Pero ellos siguen adelante porque su amor está por encima de todo lo comprensible a pesar de que la vida los separará irremediablemente y los volverá a unir en el círculo polar, en una Laponia en la que ambos habían soñado años antes como si de un juego se tratase y que en realidad acabará resultando ser el momento final de su eterna unidad. 

   Porque Ana y Otto son uno, están unidos desde que nacen aunque ellos no lo sepan por una serie de azares del destino que se remontan al origen del nombre de él, a un aviador alemán que ha bombardeado Guernica en la Guerra Civil Española y que ha sido salvado del olvido y de unas ramas que lo retienen en lo alto de un árbol por su abuelo. Este mismo aviador, Otto, logrará huir a Finlandia no sin antes enamorarse y casarse con una desvalida chica vasca que será el amor de su vida y que engendrará a Álvaro, el tercer amor de Olga, la madre de Ana. Y precisamente este Otto, el original, será el cauce del destino final del amor inmortal del duo protagonista cuando, ya mayor, consigue la preciada cabaña a orillas de un lago para Ana. Un lugar en el que se refleja la belleza de un sol que nunca llega a ponerse, que planea sobre el horizonte, el lugar en el que Otto, el protagonista, va a lanzarse en paracaídas, como  60 años antes había hecho el anciano sobre una España en Guerra.

   Todo este aparente galimatías se resuelve con facilidad si nos olvidamos de lo accesorio y nos mantenemos fieles a la historia central de ese amor apasionado, adolescente, de una fuerza sobrecogedora, aunque parezca casi imposible que Álvaro y Olga no descubran nunca a Otto y Ana en la cama desnudos durante tantas y tantas noches apasionadas de amor.  Cierto que siempre se pueden observar pequeñas fallas en el guión pero, ¿en qué película no las hay?. Esas escenas del amor adolescente, esa imagen del beso debajo de la cama ya algo más mayorcitos, la cruel separación después de la muerte de la madre de Otto, ese encuentro en la plaza mayor donde nosotros deseamos que se vean...pero no lo hacen, los autobuses rojos, en varias ocasiones, las imágenes en sueños de Otto tras su intento de suicidio. Son imágenes que se intercalan con situaciones casi oníricas en esa tensa espera cargada de soledad y diría de frialdad de ambos contendientes.

    Porque Ana resulta fría al iniciar una relación con un profesor que le saca media vida e igualmente al romperla y viajar a Finlandia en busca del amor que ambos se prometieron. También Otto resulta inquietantemente gélido en su aventura aeronaútica, ya anunciada ( un tanto pedantemente) en el bombardeo de avioncitos de su adolescencia. Parecen seres oblícuos, que poco tienen que decirse y, sin embargo, en todo momento, se mantiene el amor apasionado que solo se verá truncado en ese final que nos acongoja por su dramatismo pero que, al mismo tiempo, esperamos desde el principio. Un final amargo y dulce al mismo tiempo, un accidente de circulación en el preciso momento en el que ambos se unen y una pupila dilatada que indica el último estertor de Ana viendo a Otto a su lado, una  muerte dulce.

   Como siempre en Médem, simbolismos mágicos, tramas argumentales muy elaboradas, quizás forzando excesivamente la máquina pero cine en definitiva y con mayúsculas. Música muy adecuada del oscarizado Alberto Iglesias. E interpretaciones muy conseguidas en todos los secundarios que adolecen de algo de ese alma que nos transmite la historia en los dos protagonistas principales ya de adultos. Pero prevalece un magnífico argumento, se impone el amor por encima de todo que nos hace perdonar la falta de voz de Nawja Nimri o los excesos de Fele Martínez.  Una película imprescindible en la filmografía del controvertido y genial Julio Médem.

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