El color, una magistral exhibición de color, de luces y sombras, de escenarios muy cuidados, de cuadros románticos a lo Constable, bucólicos quedarán indelebles en nuestra retina al margen de todo lo demás, de la extraordinaria puesta en escena, de los decorados y exteriores, del atrezzo y el cuidadísmo maquillaje y, sobre todo, de la historia propiamente dicha. Porque es una película histórica que exuda poesía, centrada en la era napoleónica y su precipitado final, en donde dos militares franceses del mismo rango, tenientes, se enzarzan en un duelo a muerte ininterrumpido en el tiempo, nunca del todo resuelto y que se va eternizando, que no culmina hasta que, precisamente, francia cambia de época, Napoleón es derrotado y comienza la etapa del nuevo rey Luis (XVIII). Un odio infinito, un encono, que podría perfectamente haber estado representado en otra época y circunstancias, si bien no en todas las sociedades la disputa por el honor se dirimía en un duelo a espada o pistola.
Deja
helado saber que esta película es una ópera prima y que el director es el
renombrado Ridley
Scott. Su buen hacer está presente a lo largo de una
película bien rodada, con una estética como decíamos muy lograda, de época, un
tanto esteticista, que utilizará en otras de sus grandes producciones. Scott
hace todo un alarde de capacidad técnica en la dirección cinematográfica,
planos secuencia, primeros planos, trávelings y muchos más elementos técnicos.
En este caso toda la acción dramática está dominada por la lucha, el duelo
constante entre dos personas que reflejan dos mundos paralelos y
contradictorios: El teniente de húsares, noble y realista Armand D'Hubert
(Keith Carradine) y
el teniente Ferraud
(Harvey Keitel), de un estrato social inferior y retorcidamente
bonapartista.
Todo
comienza con el soberbio e iracundo Ferraud diputándo el honor ultrajado del
emperador, un duelo de honor que será reprobado por la superioridad. Entonces
entra en escena D'Hubert, que es enviado para detenerlo y meterlo entre rejas.
Sin embargo no es capaz de apresarlo y por el contrario acaba batiéndose a
duelo con el propio Ferraud, irreverente e irrespetuoso, dando comienzo a un
periplo por toda Europa, según avanzan las guerras napoleónicas, donde se
batirán en duelos que siempre acaban en tablas, si bien es siempre Ferraud el
que obsesivamente busca a D'Humbert para finalizar su disputa de honor. Esos
duelos son como combates dentro de una guerra, como algo personal entre un ser
decadente y acabado y otro que ha de resistir a toda costa, un ser digno que
debe aceptar con resignación vivir con dignidad. Scott nos traslada al contexto
de las guerras napoleónicas distribuyendo la película en capitulos según
avanzan hacia Rusia, en donde quedarán terriblemente congelados y destruídos,
uno de los momentos más sobrecogedores del film.
Vaughan-Hughes
entreteje el guión que basado en un relato de Joseph Conrad recoge
esta dicotomía del honor que no es personal sino ideológico y esa lucha eterna
a la que finalmente no se pueden resistir ambos contendientes, por mucho tiempo
que haya pasado desde las últimas tablas. La imagen final de la película nos
transmite la idea de la derrota bonapartista en Santa Elena y además nos remite
a la pintura bucólica de Friedrich.
La fotografía de Frank Tidy merece capítulo aparte y, como
decíamos al principio, es magistral. El color y la luz se entremezclan en
interiores y exteriores. En los primeros la claridad emana desde las ventanas y
en los vegetales exteriores los cielos grises se entremezclan con la luz y las
sombras creando una magnífica sensación cromática. Por otro lado todo está
perfectamente cuidado en la película, incluído el atrezo y el vestuario,
generando un verismo sorprendente. Creemos habernos trasladado a aquella época,
mucho más cuando vemos esos duelos de honor, con esos sables y espadas
resonando en nuestra cabeza machaconamente.
La
música de Howard Blake consigue
traladar ese toque de época decadente, de final de un mundo y comienzo de otro,
que tanto nos recuerda esta película. Magnífico ejercicio cinematográfico de Ridley Scott en la que fue su primera obra, una
película inolvidable que logra trasladarnos como si dispusiésemos de una
máquina del tiempo a una época en la que el honor y la lealtad estaba por
encima de todo.
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