Casablanca, uno de los grandes clásicos de la historia del cine, está atravesada por la mirada de Bogart, fría y distante, cálida y rota. No nos podemos imaginar esta película sin la presencia todopoderosa de su principal protagonista, de Rick, el dueño del club que acoge, todas las noches, en la Casablanca controlada por la administración francesa pronazi durante la II Guerra Mundial, un compendio de lo que era el mundo en su tiempo. El club, principal escenario de interior, es un microcosmos en el que, más allá de las corruptelas, la prostitución, el juego, el alcoholismo y algunas otras bajezas, que se muestran sin ningún reparo, aparecen los dos principales actores de la Segunda Guerra Mundial: nazis contra aliados representados en diversas figuras paradigmáticas que simbolizan la lucha por el dominio del mundo que se libraba en aquellos mismos momentos. Pero el club de Rick es también el escenario perfecto en el que todas las pasiones se desatan, en especial el recuerdo amargo de un amor imposible, de una ruptura dolorosa, de un reencuentro esperado, ansiado y la de una partida definitiva marcada por un enorme sentido de la dignidad y de la probidad, a pesar de que nuestro protagonista se deslice en ocasiones por sendas tenebrosas.
En la vida se presentan en algunas ocasiones un momento dramático en el que hay que optar entre el bien y el mal y solo los más dignos son capaces de anteponer su interés personal al de la colectividad. El bien mayor, la libertad del ser humano, frente al egoísmo del beneficio individual. Sin embargo, en este caso, la lección de Rick es todavía más noble. El amor infinito, el bienestar al lado del ser amado, ¿debe anteponerse a la idea suprema de la lucha por la libertad?. O dicho de otro modo: ¿debe un hombre enamorado febrilmente poner por delante su amor a cualquier tipo de condicionante moral?. Nuestro protagonista, hombre honesto, responde que no, aunque eso acarree un dolor imposible de mitigar, ni siquiera al lado de un verdadero amigo. Y aunque subyace un machismo propio de aquellos tiempos ("pertences a Víctor") no cabe duda de que toma el camino más doloroso pero también el más recto. Por eso Rick, Bogart, Bogart, Rick es "uno de los nuestros", en palabras de Conrad, es "el bueno" en un mundo de "malos", es el idealista brigada internacional que luchó contra el fascismo de Franco en España aunque trate siempre de aparentar frialdad. Siempre con los buenos o, al menos, con los que él siempre creyó que eran los buenos. Por eso, cuando en un alarde de dignidad, suena la Marsellesa (momento cumbre de la obra), Rick da el "placet" con sus ojos poniéndose del lado de la democracia y la libertad.
La película, de 1942, narra la situación desesperada de muchos refugiados que huyen de la ocupación francesa por las tropas de Hitler hacia esta ciudad del Marruecos francés, teóricamente bajo gobierno la Francia no ocupada, es decir, del régimen fascista del general Petàin. En una de las primeras escenas, mientras la cámara cae en picado hacia una de las populosas y estrechas callejuelas, en la medina (aunque la película no fue rodada allí) un delincuente huye de la policía y es abatido por la espalda delante de un enorme cartel del dictador francés. Una de tantas imágenes icónicas de un film poliédrico, lleno de matices. También de humor. Un humor lleno de sarcasmo, sobre todo centrado en la socarrona figura del inigualable capitán Louis Renault, un magistral Claude Rains, sátiro, corrupto, inigualable. Su presencia da mucha consistencia a la película, al margen de su papel represor y canalla. Inolvidable también la actuación de Ingrid Bergman en el papel de Ilsa, la femme fatale de esta historia. Mujer de una belleza soberana, en el fondo enamorada de Rick, establece con su llegada un punto y aparte en la narración fílmica.
Su aparición, junto a la de su esposo, el resistente checo Laszlo (Paul Henreid) da un giro copernicano a la vida de Rick Blaine, nuestro Rick. Ilsa había sido su vida, un amor verdadero en el París (siempre nos quedará París, dice al final) previo a la ocupación. Esa mujer le hizo mucho daño, un daño irreparable. Su olvido había sido su mejor medicina, la lejanía y el olvido. Pero, de repente, ella regresa, como esposa del héroe, del resistente, del luchador. Difícil de asimilar, nuestro protagonista sufre una fractura interna. La desprecia pero la ama irremediablemente. Reaparecen los recuerdos de aquel tiempo feliz en París y los sinsabores del abandono. De ese tren que está a punto para escapar del horror al que ella nunca llega. Entonces Ricky, acompañado de su sempiterno amigo Sam, el cantante y pianista de su bar, parte para su exilio marroquí, roto y amargado para siempre.
Esta obra total de cine combina dosis muy altas de cine negro, de intriga, de amor y humor, de historia y, no lo olvidemos, de propaganda aliada (no hay que olvidar que fue rodada en plena guerra mundial y que se estrenó días después de la toma de Casablanca por los aliados). El guión, basado en una obra teatral no estrenada, es excepcional, en especial algunos de los diálogos que han pasado por derecho propio a la historia con mayúsculas del arte cinematográfico. Consigue asimismo aunar la trama principal con la secundaria de una manera muy eficaz.
Dirigida por Michael Curtiz, artesano del cine, galardonado con el óscar de la academia por su trabajo, en sus planos, en sus trávelings y movimientos de cámara desvela toda su maestría, así como en la dirección de actores, que están a nivel sublime,en especial Bogart y Rains, muy por encima del resto en intensidad y tensión emocional. La música de Max Steiner introduce sobriedad, contención y emoción al mismo tiempo, utilizando en la banda sonora diversos temas musicales y la canción más recordada de la historia del cine (tócala de nuevo, Sam) "As time goes by", cantada sublimente por ese personaje tan querido por todo el que ve Casablanca, por esa especie de hada madrina de Rick, por ese negro genial llamado Sam. El arranque del film, con sus títulos de créditos es una verdadera explosión emocional.
Mención aparte tiene la excelente fotografía de Arthur Edeson, la utilización de la luz, en especial en las noches de cabaret y en ese juego de luces y sombras con las que acentúa los rasgos más duros de Rick y acaricia las dulces facciones de la bella Ilsa. En definitiva, como decía, una obra inmortal e imperecedera que no decae en emoción por muchos años que transcurran, sigue emocionando por igual tras cada revisión de rigor. Una película que no envejecerá jamás, en especial esas escenas memorables por todos recordadas, como ese duelo de himnos en el que la Marsellesa se impone sobre el alemán Deutschland Uber Alles, momento de gran emoción y que jamás dejará de ponerme los pelos de punta. En un final abierto, ciertamente repetido e icónico, casi diríamos que incorporado a la cultura popular, la película finaliza pero no lo hace porque quizás no ha hecho más que empezar, como aquella amistad inmortal.
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